No, no sé absolutamente nada de nada. Nunca supe nada. Se ha ido para siempre. Punto final. Nunca jamás. No volveré a verla nunca, a menos que nos crucemos un día en una calle.
Aún queda por resolver el asunto de la letra. Un enigma. Pero el asunto de la letra no es de capital importancia, por supuesto. ¿Cómo podría serlo después de las secuelas de la carta? No de la carta en sí sino de su contenido, que no puedo olvidar. No, la carta tampoco tiene una importancia capital; en todo esto hay mucho más que la mera letra de quien la ha escrito. Este “mucho más” tiene que ver con cosas sutiles. Podría decirse, por ejemplo, que tomar una esposa es dotarse de una historia. Y si ello es así, debo entender que yo estoy ahora fuera de la historia. Como los caballos y la niebla. O podría decirse que mi historia me ha dejado. O que he de seguir viviendo sin historia. O que la historia habrá de prescindir de mí en adelante, a menos que mi mujer escriba más cartas, o le cuente sus cosas a una amiga que lleve un diario. Entonces, años después, alguien podrá volver sobre este tiempo, interpretarlo a partir de documentos escritos, de fragmentos dispersos y largas peroratas, de silencios y veladas imputaciones. Y es entonces cuando germina en mí la idea de que la autobiografía es la historia de los pobres desdichados. Y de que estoy diciendo adiós a la historia. Goodbye, my love.