Pesquisar este blog

[aStro-LáBio]°² = [diáRio de boRdo]°²

o tempo de uma gaveta aberta
é o tempo de uso de uma gaveta aberta
é o tempo de uma gaveta em uso
agora fechada a gaveta guarda
o tempo para trás levou
e não volta mais: voou





para chegar até lá, siga a seta vermelha:

ctrl + c -> aeromancia.blogspot.com -> ctrl + v -> barra de endereços -> enter



érica zíngano | francine jallageas | ícaro lira | lucas parente

quarta-feira, 2 de dezembro de 2009

...[
—No se está nunca a la vez en todo un país, qué sabe usted, ni siquiera en toda una ciudad,
ni en todo un invierno benigno, no, por más que uno se empeñe sólo se está donde se está en cada
momento.
—Bueno, precisamente, pero donde yo estaba la ciudad termina en una plaza inmensa
rodeada de escaleras que parece que no conduzcan a ninguna parte.
—No, no, señor, no quiero saberlo.
—Toda la ciudad está enjalbegada, figúrese usted, nieve en pleno verano. Está en el centro
de una península bañada por el mar.
—Un mar azul, ya lo sé. Es azul ¿no es cierto?
—¡Oh sí, azul!
—Perdone usted, señor, pero la gente que habla del azul del mar me da ganas de vomitar.
—Pero si es así. Desde el parque zoológico se le ve rodeando enteramente la ciudad. Y es
azul para quien lo mire, no lo puedo evitar.
—No, sin ese cariño de que hablaba, a mí me parecería negro. Por otra parte, no es que
quiera contradecirle, pero tengo tantos deseos de cambiar de vida, de salir de esto, que no puedo
pensar en viajes y en ver cosas nuevas. Ya puede usted ver todas las ciudades que quiera, que con
eso no adelantará nada y luego resultará, cuando se canse, que está usted lo mismo que antes.
—Es que estamos hablando de cosas distintas. Yo no me refiero a cambios que puedan
modificar la existencia de uno, sino a esos que nos dan gusto mientras los estamos viviendo. Viajar
distrae mucho. Los griegos, los fenicios, todo el mundo viaja, y siempre ha sido así.
—Sí, verdaderamente hablamos de cosas diferentes; no son cambios de esa suerte los que
yo deseo, no se trata de viajar, ni de ver ciudades a la orilla del mar. Lo que yo quiero es
pertenecerme a mí misma, poseer algo, cualquier cosa, aunque sean objetos de poca importancia,
pero míos, y un lugar, una sola habitación, si quiere, para mí sola. A veces, fíjese, me pongo a
soñar en un hornillo de gas.
—Con eso le ocurrirá lo mismo que viajando: no podrá detenerse. Después del hornillo
deseará usted una nevera eléctrica y después cualquier otra cosa. Será igual que viajar e ir de una
ciudad a otra. No podrá detenerse.
—Pero ¿qué inconveniente ve usted en que no me conforme con la nevera?
—No, ninguno, desde luego. Es que pienso en mí y me parece que a mí semejante idea me
fatigaría más que viajar todo el tiempo e ir de una ciudad a otra como hago ahora.
—Mire usted, yo he nacido y me he criado como todo el mundo, y miro a mi alrededor,
observo, y no veo motivo para quedarme así. Debo adquirir un poco de importancia como sea. Y si
ya empiezo por decirme que me cansaré de tener una nevera eléctrica cuando ni siquiera tengo un
hornillo de gas... Además ¿cómo lo voy a saber? Claro que si usted lo dice será porque ha pensado
en ello, tal vez ha tenido una nevera y se ha cansado de ella.
—No, no sólo no la he tenido, sino que ni siquiera he tenido la más pequeña posibilidad de
tenerla. Es solamente una impresión. Además si le hablo de una nevera es porque parece un objeto
pesado e intransportable para un viajero. Seguramente no hubiese dicho lo mismo a propósito de
otra cosa cualquiera. Por otra parte, comprendo muy bien que no pueda usted viajar hasta que
haya conseguido, por ejemplo, su hornillo de gas. Probablemente es una tontería por mi parte el
hecho de acobardarme ante la sola idea de una nevera.
—Efectivamente es curioso.
—Una sola vez en toda mi vida deseé dejar de vivir. Tenía hambre, y como no tenía un
céntimo, no tenía más remedio que ir a trabajar para poder comer al mediodía. ¡Como si ese no
fuera el destino de todo el mundo, y el mío, en particular! Pero como si no hubiese estado
acostumbrado, ese día no tenía ganas de vivir porque me parecía que no había causa para que las
cosas siguieran siendo para mí como eran para todos. Necesité un día entero para volver a
hacerme a la idea; naturalmente, fui al mercado con mi maleta y comí. Luego volvió todo a ser
como antes, con la diferencia, sin embargo, de que a partir de ese día hacer proyectos para el
futuro, aunque sólo se trate de si he de poseer o no una nevera, me fatiga mucho más que antes.
—Me imaginaba algo así.
—Además, cuando pienso en mí mismo, es en términos de seguir o no seguir existiendo, lo
que explica que una nevera más o menos me importe menos que a usted.
—Y, a ese país que le gustó tanto, ¿fue antes o después de ese día?
—Después. Pero cuando pienso en él me alegra constatar que hubiera sido una pena que
un hombre más, yo, por ejemplo, hubiese pasado por este mundo sin conocerlo. No es que crea,
compréndame, estar mejor dotado que otro cualquiera para apreciarlo, no es eso, pero me parece
que más vale ver un país que dejarlo de ver.
—Aunque no puedo ponerme en su lugar, comprendo lo que quiere decir y me parece muy
bien dicho. Quiere usted decir que puesto que estamos en el mundo, mejor es ver el mayor número
de cosas posible, ¿no es así? Y que de este modo el tiempo pasa más de prisa y más
agradablemente, ¿no?
—Sí, algo así. A lo mejor, en el fondo no estamos en desacuerdo más que acerca de lo que
hemos decidido hacer uno y otro con nuestro tiempo.
—No, no solamente es eso, puesto que yo no he tenido todavía ocasión de cansarme de
ninguna otra cosa, sino de esperar. Compréndame, no quiero en absoluto decir que sea usted
forzosamente más feliz que yo, no; sólo que aún no siéndolo, puede usted permitirse el lujo de
pensar en remedios para su situación, cambiar de ciudad, por ejemplo, o ponerse a vender otra
cosa, y otros que me callo. Yo, en cambio, no puedo ni empezar a pensar en esas cosas, ni siquiera
en cuestiones de detalle. Aparte de estar viva, nada ha empezado aún para mí. Y si alguna vez,
cuando hace un tiempo muy hermoso, en verano, pongo por caso, me entra el presentimiento de
que algo va a empezar enseguida sin que yo me dé apenas cuenta, tengo miedo, sí, miedo de
abandonarme al bienestar de ese día hermoso y de olvidar aunque sólo sea un momento qué es lo
que quiero, de perderme en el detalle y de olvidar lo esencial. Si me entretengo en los detalles de
mi existencia estoy perdida.
—Pues, ve usted, yo había entendido que sentía cariño por ese chiquillo.
—Me da igual. No quiero saberlo. No quiero empezar a considerar mi situación menos
desagradable y soportarla un poco mejor, porque en ese caso, como le decía, estoy perdida. Tengo
mucho trabajo que hacer y lo hago. Cada día me dan un poco más del que debieran darme y, sin
embargo, lo hago. Y acaban por darme trabajos penosos, pero tampoco digo nada y los hago
también. Porque negarme significaría que esperaba que dentro de lo posible mi situación podía
mejorar, suavizarse, hacerse un poco más soportable, o soportable del todo.
—Resulta verdaderamente raro eso de poder darse algún alivio en la vida, algún respiro, y
renunciar a hacerlo.
—Sí, desde luego, pero yo no me niego a nada, nunca me he negado a hacer nada de lo que
me exigen. No me negué al principio, cuando hubiera sido tan fácil, ni me niego ahora cuando aún
lo sería más, puesto que cada día tengo más trabajo. Desde que tengo uso de razón, no recuerdo
haberme negado nada; he aceptado siempre dócilmente todo, todo absolutamente, con el fin de
que llegue un día en que ya no pueda soportar nada. Quizás le parezca un modo demasiado
ingenuo, pero no he encontrado nada mejor para salir de esto. Porque una acaba por
acostumbrarse, estoy segura; conozco algunas que después de diez años están como el primer día.
Es posible acostumbrarse a todo género de existencias, incluso a esta mía, y he de estar muy alerta
para no acostumbrarme. A veces me angustio, porque aun estando prevenida contra ese peligro de
acostumbrarme, el peligro es tan grande que aún prevenida, podría no poderlo evitar. Pero
volvamos a lo de antes, dígame qué otras novedades se puede encontrar aparte de la nieve, las
cerezas y los edificios en construcción.
—A veces el hotel ha cambiado de dueño y el nuevo es persona franca que charla con los
clientes al revés del antiguo que estaba ya harto de amabilidades y no le dirigía a uno la palabra.
—¿Verdad que debo asombrarme de estar todavía en el mismo sitio? ¿No es verdad que de
otro modo no conseguiré nunca nada?
—Todo el mundo se sorprende de encontrarse cada día en la misma situación. Yo creo que
nos sorprendemos de lo que podemos, que no puede uno decidir que se sorprenderá de unas cosas
sí y de otras no.
—Cada mañana me asombra más el hecho de seguir así y no lo hago adrede. En cuanto me
despierto, me asalta la sorpresa y me pongo a recordar. Yo era una niña como todas las demás;
nada en apariencia me diferenciaba de las otras. Ve usted, en el tiempo de las cerezas nos
dedicábamos todas a robarlas en los huertos. Hasta el último día robé cerezas con ellas, porque fue
en esa época cuando me colocaron. Pero, dígame: ¿qué otras cosas cambian, aparte de lo que ya me
ha dicho, el propietario del hotel y todo eso?
—También yo, como usted, he robado cerezas, y nada en apariencia me diferenciaba
tampoco de los demás, salvo, quizás, que me gustaban ya mucho. Aparte del propietario, en el
hotel hay a veces un aparato de radio nuevo. Eso es muy importante. Un café sin música se
convierte en un café con música. Lo cual significa, naturalmente, que hay en él más gente y que se
queda hasta tarde. Eso reporta noches de buenas ganancias.
—¿Dice usted ganancias?
—Sí.
—¡Oh, a veces creo que si lo hubiéramos sabio...! Vino mi madre y me dijo: "Bueno, se
acabó, ven conmigo, se acabó". Y yo la dejé hacer, sabe igual que las bestias que se llevan al
matadero. ¡Ah, si lo hubiera sabido, si lo hubiera sabido me hubiera defendido, me hubiera
escapado, hubiera suplicado, se lo hubiera pedido tan bien, tan bien...!
—Pero no lo sabíamos.
—El tiempo de las cerezas continuó hasta el fin, como los otros años. Las demás pasaban
debajo de mis ventanas canturreando y yo estaba espiándolas detrás de los cristales y me reñían
por eso.
—Yo las cogí muy tarde.
—Detrás de los cristales, como si fuera un gran criminal. ¿Se da usted cuenta?, como si
tener dieciséis años fuera un crimen... ¿Mucho más tarde dice usted?
—Sí. Lo más tarde posible en la vida de un hombre. Ya ve usted.
—Cuénteme de los cafés con música y llenos de gente, por favor.
—Yo no podría vivir sin ellos, señorita. Y me encantan.
—Me parece que a mí también me gustarían. Me veo en el mostrador, del brazo de mi
marido, escuchando la radio. La gente nos hablará de cosas sin importancia y nosotros
contestaremos, y estaremos a la vez juntos y con los demás. A veces me vienen ganas de entrar en
uno, pero sola, ya sabe usted, una chica de mi condición no puede permitirse esas cosas.
—Es verdad, me olvidaba, a veces alguien se queda mirándole a uno.
—Va veo. ¿Y se acerca?
—Se acerca, sí.
—¿Sin motivo?
—Sin motivo. Y entonces se entabla conversación sobre cualquier tema general.
—¿Y luego? ¿Qué ocurre luego?
—¡Oh, nada! Yo no permanezco nunca más de dos o tres días en la misma ciudad. Los
objetos que vendo no son de gran consumo.
—¡Qué lástima!
]...
M a r g u e r i t e D u r a s - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - - E l S q u a r e